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Foto del escritorRaquel Szulman

DESEOS Y VAIVENES

Actualizado: 16 dic 2020

de Raquel Szulman


DESEOS

Cuando Enrique comenzó a navegar  por el Rio Luján de Tigre, estrenando lancha y certificado de timonel, descubrió el inmenso Delta. Una geografía cercana y extraña, al alcance de cada uno de sus domingos. Salía los domingos a media mañana, navegaba por el hasta el Canal Honda, de allí al Paraná y volvía al atardecer. De salida en salida, cada vez lo intrigaba más una casa en la margen derecha del canal por eso bajaba la velocidad para observarla bien. Sin dudas, de todas las que había visto, era la más linda. El paso del tiempo le había arruinado la estacada y los aleros, sin embargo tenía el estilo típico de las construcciones de madera que en algún momento fueron muy preciadas, con preciosos signos de romanticismo. Enormes y barrocos faroles con marcos de ventanas que conservaban un trabajo de carpintería realizado con todo detalle. Enrique pensaba que era una pena que la casa muriera invadida por la vegetación del monte, y por el río, que la desarmaba y la robaba de a pedazos, poco a poco. Esa casa podía ser suya, su lugar en el mundo. A través del timonel de una de las lanchas colectivas, averiguó quién era el dueño, un tal Raúl Bustamante. Consultó la guía telefónica y lo ubicó en la capital, en el barrio de Flores. Enrique se apareció un día, así nomás,  en el departamento de Bustamante en Flores y ofreció comprar la propiedad del Tigre, pero Bustamante no tenía pensado venderla.

    - Si usted no la aprovecha, Don Raúl, puede vendérmela a mí –propuso Enrique insinuando un buen negocio para ambos.- La mujer del dueño extrañamente, escuchó la oferta parada en un costado, apoyada en el marco de la puerta del living con una expresión triste y dolorida. Otras dos visitas hizo Enrique y ella siempre apareció con el ceño fruncido y en silencio, mirando todo el tiempo una misma marca en el piso de cerámica, moviendo alguna cosita entre los dedos, un lápiz, un pañuelo, una hebilla del pelo. El matrimonio había comprado la casa cuando eran jóvenes, para los veraneos familiares y la habían ido mejorando con los años. Se acostumbraron al ritmo del río y se lo enseñaron a sus hijos. Pero un día, sin darle explicaciones a nadie, dejaron todo abandonado. Y en el agua solo quedó flotando una historia que había empezado detrás de la última línea de sauces, donde nace el monte.

Raúl rechazó la propuesta pero Enrique no se dio por vencido. Dejó pasar unos meses y luego retomó las visitas. No le importó parecer un tipo caprichoso. Pero a pesar de que su oferta crecía, el propietario decía que no una y otra vez, mirándolo a los ojos, completamente seguro, sin decir nada y sin parpadear. Esa actitud determinó que Enrique quisiera la casa cada vez con más energía, como si estuviera en juego algo profundo, difícil de explicar; algo que estaba más allá de los metros cuadrados cubiertos, el muelle terminado y los papeles en regla.

Un sábado por la mañana, Enrique hizo su último intento: se apareció nuevamente por Flores y con todo el dinero que podía ofrecer apilado en una caja de zapatos, peso por peso en efectivo. Bustamante la abrió y en el fondo de la caja se vio a sí mismo, en aquella mañana en que se había levantado para ir al muelle para mirar las cañas, para revisar la línea de pesca que había quedado toda la noche en la costa en busca de un doradito que se quisiera enganchar solo. Recordó que fue en ese momento que notó la ausencia de su esposa, que la buscó en la orilla, en el parque, en el baño, en la pieza de los chicos. Se quedó callado, como aquel día, en el que después de un par de minutos lo invadió un temor rancio y hondo. “¿Y si cayó al río y el río se la llevó?” Se escuchó de nuevo cuando se preguntaba desesperado recorriendo la casa“¿Dónde estabas cuando ella caía del muelle? ¿Durmiendo? ¿Cómo no la cuidaste?”

Con la caja en la mano Raúl comenzó a sudar, sintió un calor extraño, un ahogo, como si todo el río lo golpeara otra vez. Enrique lo vio tan perturbado que se quedó en silencio unos minutos y solo atinó a decir en voz baja:

- Si le parece vengo otro día, Don Raúl.

Bustamante cerró los ojos pero no contestó. Se quedó sin poder hablar, ni gritar, como si estuviera paralizado en el medio del parque, y con el amanecer naciendo detrás del monte. Con los ojos abiertos, arrastrando todo el cuerpo hacia el pasado, Bustamante clavó la vista en las pilitas de pesos. Enrique se quedó muy quieto. Ese día después de implorar a Dios por la vida de su mujer, Bustamante escuchó sonidos diferentes a los de cada mañana. Buscaba a su mujer y no podía atender a la belleza del paisaje, sin embargo reconoció en el aire algo distinto al canto de cotorras y gallinetas al que estaba acostumbrado. Hizo un esfuerzo enorme para concentrarse, escuchó mejor. Cruzó todo el parque nerviosamente, en alerta, buscando algo más detrás de la casa. Supo enseguida de qué se trataba. Era ella. Estaba acomodada en el piso sobre una lona junto a un hombre. Bustamante los miró de lejos y con la boca abierta levantó un poco los brazos, que dejó caer rendidos a los costados del cuerpo. En ese hombre que comenzó a juntar rápido su ropa, reconoció al muchacho que cada quince días les cortaba el pasto. Entonces se sintió dueño de sí mismo. Y de nada más. Respiró hondo, apretó los dientes, les dio la espalda y volvió a la casa, “hasta preparó una lonita para acostarse” mordió las palabras. No gritó, no se le escapó ni una lágrima.  se mismo día, sin hablar y sin mirarse, marido y mujer armaron los bolsos. Juntaron las cosas, sentaron a sus sorprendidos hijos en la lancha, cerraron la casa y nunca más volvieron. Clausuraron todo el Tigre: desde el sol, hasta los juegos de verano. Terminaron con las risas, las huellas de ese cielo con sus manchas de tormenta y sus colores rosados.

La caja seguía sobre la mesa, abierta como una herida. Para Raúl haber abandonado todo no era suficiente. La infidelidad que había comenzado en el Canal Honda estaba en cada rincón de Flores. Empujado por la fuerza de Enrique, el dueño pensó que acaso esta fuera la oportunidad para un final. Mientras pensaba qué decir, vio de reojo a su mujer. Ella iba y venía llevándose muchas veces las manos al pelo, nerviosa e incómoda porque Raúl vendía la fantasía de recuperar alguna vez a su amor de verano. “Eso no se hace” pensó “vende mi monte, los ruidos de mi río”. Apoyada en el marco de la puerta y lagrimeando con disimulo, decidió terminar con esos recuerdos, y tomó coraje: a su negrito divino, como le había dicho una vez, lo ahogó en el río, bien amarrado a sus deseos, ensueños e ilusiones. Lo borraría de sus recuerdos para siempre. Y moviendo entre los dedos aquella misma hebillita del pelo se quedó mirando una mancha del piso que se hizo río de agua dulce, amarronada y tibia, como su amante.

- Don Raúl... ¿está usted bien? – preguntó Enrique despacio- ¿Qué le parece, eh?

Insistió ya vencido, sintiendo que la casa se le alejaba flotando, como todo en el Delta. Pero Bustamante resopló y el aire que exhaló voló alguno de los billetes y empujó viejos rencores.

Enrique, perdido por perdido, sacó de la caja el boleto de compra venta. Bustamante, sin hablar, sin decir “bueno, vendo”, sin aviso, tomó una lapicera de su bolsillo, buscó el renglón justo y firmó. Después levantó la vista, y miró a su mujer. Respiró hondo, parpadeó y haciendo una mueca de revancha dijo:

- Marta, firma –y le extendió la lapicera. En ese momento el aire se pobló de ruidos de agua golpeando la costa, pájaros, palabras interrumpidas, sonidos raros y arrulladores de animales que nunca alcanzarían a ver ni de día. Enrique miró al matrimonio y alcanzó a entender un poco esos silencios y miradas frías. Para evitar un arrepentimiento, con brusquedad cerró la caja y la puso sobre la mesa. Todo se calmó. Dobló rápido los papeles ya firmados, hizo un comentario sobre una escribanía y habló de un próximo llamado telefónico. Salió a la calle sintiendo que arrastraba algo; no le importó. Caminó unas cuadras sacudiendo la cabeza como un perro mojado, y se quitó de encima nostalgias viejas y recuerdos tristes que no eran suyos. Ahora tenía su propia casa en el Delta. Estaba contento, sabía que parado en la orilla, entre el agua y la isla, podría imaginar seres de un solo ojo en los barcos que pasan despacio. Extendería su mano hacia la nada, para tocar el tiempo detenido, que se aquieta; tal vez así se envejeciera más lento. Miró la hora en su reloj, todavía era temprano; podía caminar por Flores un poco. Se fue, relajado y feliz, sintiendo al compás de sus pasos las tablas del muelle en las baldosas de la vereda.

VAIVENES

Raúl y Marta están juntos desde hace una vida, como dicen ellos. Y no es una exageración. Siguieron casados a pesar del deshonor y de los dolores. Paulatinamente, como tantos matrimonios, se acomodaron a los intersticios de afecto que el otro dejaba abiertos. La falta de enamoramiento no era tan importante como para que no pasara una pequeña luz de interés, así como en una puerta bien cerrada entra la luz por el agujero de la cerradura. Y si bien la cerradura tenía siempre el mismo tamaño y la chispa nunca crecía, eso era suficiente para esta especie de fotosíntesis mutua. Ya eran abuelos y sus varones los visitaban cada tanto con las esposas y los chicos. Raúl se encargaba de las cosas prácticas, como hacer las compras en el almacén, arreglar un mueble, mantener el departamento en buenas condiciones. Marta se ocupaba de las reuniones familia-res. Cuando los hijos se fueron a vivir solos, Marta y Raúl, se mudaron de Flores a un departamento todavía más pequeño en el microcentro. Convencidos de que los miles de espectáculos que ofrece todos los días la ciudad, servirían para algo. Para algo íntimo, sutil, individual, del tuétano de cada uno, algo que los encandilara un poco al principio y que los cambiara para siempre. Para eso se acompañaban a todos lados, al cine, al teatro, a los museos, esperando el milagro de la iluminación por el arte. Hasta tanto eso pasara, se concentraban en resolver las cuestiones domésticas de cada día.

Una tarde de agosto, Enrique los vio en el colectivo. Después de tanto tiempo le costó un poco reconocerlos. Hacía frío y la gente viajaba con los abrigos puestos, envuelta en chalinas y bufandas, con gorros torcidos.  Enrique había desarrollado la habilidad de reconocer a cualquiera de espaldas, aunque estuviera tapado de ropa. Juraba que podía saber quién era quién tan solo observando una nuca. Por eso, con mirar la cabeza del hombre y su mano derecha fue suficiente: reconoció a Raúl, que sostenía una lapicera fuente, como la última vez que lo había visto veinte años antes. Parado como estaba y bien cerca de la puerta, solo veía las cabezas encanecidas. Estaba seguro: eran Raúl y Marta que viajaban en un colectivo con asientos enfrentados. Le llamó la atención que hablaran susurrando. Cada tanto ella se inclinaba sobre Raúl para decirle algo y él asentía, con sequedad.

A Enrique nunca le interesaron los pormenores de las cosas ni de la gente. No es que no preguntara por discreción, simplemente no sentía curiosidad, ningún interés por descubrir qué había detrás de los detalles. Y no porque no fuera un tipo inteligente, sí lo era. Él podía cercenar la realidad para escudriñarla. Pero nunca la vida ajena. Por algún mandato que ignoraba, no conseguía de ninguna manera reposar su mente en los pequeños ornamentos de los demás. Por eso nunca preguntó ni quiso saber qué historia encerraba la casa del Tigre, por ejemplo, aunque se había hecho algunas conjeturas propias. Pero ahora, después de tantos años, por primera vez percibía en su interior un llamado, el de las viejas chusmas - como le gustaba decir- y por eso se acercó para oír mejor. El matrimonio no lo vio, enfrascado como estaba en sus asuntos. El colectivo se movía a una buena velocidad y Raúl sin apoyarse en nada escribía en una libreta, usando la lapicera fuente como un erudito. Viajaba sentado, con la espalda recta de los hombres mayores que se ven jóvenes. Mantenía el equilibrio casi con palabras. Enrique pensó que asistía a una tonta escena doméstica.

El colectivo frenó con brusquedad y Enrique se sostuvo con todas sus fuerzas del caño del techo. Al levantar la vista vio a Raúl y a Marta pendientes de las anotaciones. Ni se habían sacudido. Le llamó la atención que dos personas tan mayores tuvieran tanta fuerza, como para viajar sin siquiera hamacarse. Ella llevaba las manos en la falda y apretaba su cartera bajo el brazo. Era como que si caminaran por la calle con el paso justo, a un mismo ritmo y sin tocarse. Enrique, asombrado por su estado físico se puso a mirarlos mejor. Le pareció que todos los mensajes se los daban con muecas o con silencios. Supuso que no era algo muy normal que un matrimonio con tantos años de casados, tuviera esa manera tan particular de mirarse, fijamente, sin casi pestañear. Creyó percibir cierta tensión en el aire y le dio curiosidad. Miró por arriba del hombro de Raúl y alcanzó a leer con una impecable caligrafía de escribano, “papas”.

- ¿Qué más?

- Zapallo, Raúl, anotá.

- Anoto lechuga.

- Lechuga no te dije, ¿para qué anotás lechuga? –dijo ella con un reproche, y agregó a la lista de las compras, triturando cada sílaba:

- Anotá melón.

- Morrón también. Puse papa, zapallo, y lechuga; y ahora pongo melón y morrón – contestó él con indiferencia.

En una curva todo el pasaje se inclinó hacia el lado izquierdo. Enrique pidió perdón a un pasajero sobre el que recargó su peso sin poder evitarlo. Observó a la pareja: estaban intactos. Solo se miraban.

Enrique bajó la vista y se encontró con las piernas que ambos llevaban enfrentadas, con las rodillas apretadas, con los talones hacia el fondo del asiento, ni se tocaban. Creyó que podía entender algo del resentimiento que parecían compartir. Lo que no sabía es que Marta y Raúl estaban acostumbrados a zarandeos y barquinazos. Y que solo ellos sabían cómo hacían para sostenerse de mirada en mirada, y de camino en camino, desde hacía tantos años. El matrimonio siguió con sus anotaciones pero a Enrique ya no le interesaron. Había sido mucho esfuerzo husmear en esas vidas y se sentía como un intruso, un espía. Pidió permiso, pasó entre la gente hasta alcanzar el timbre de la puerta y antes de bajar les pegó una última mirada. Seguían sentados como si vinieran viajando desde hacía mucho. Desde hacía tanto que parecían haber perdido un final señalado. Entonces pegó un salto, y dejándolos atrás, se fue caminando por la vereda.

DESEOS Y VAIVENES de Raquel Szulman publicado en "Cuentos a la medida ... de tu merienda" (2013)


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